Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1884-1885 (Cortes de 1884 a 1886)
Sesión: 14 de febrero de 1885
Cámara: Congreso de los diputados
Discurso / Réplica: Réplica al Sr. Ministro de Fomento
Número y páginas del Diario de Sesiones: 90, 2282-2293
Tema: Interpelación sobre los sucesos universitarios

Señores Diputados, después de una borrasca como ésta, bueno será llevar la calma a vuestro agitado espíritu. Por esto yo no me voy a incomodar con vosotros, señores de la mayoría, como lo ha hecho mi distinguido amigo el Sr. Castelar; aunque sea la verdad que a mí se me ocurre la misma duda que a mi amigo el Sr. Castelar. ¿Qué sois vosotros, Sres. Diputados de la mayoría? Y para que no os molestéis, voy a decir en tono amistoso y familiar estilo, por qué os hago esta pregunta.

Tenía yo un amigo en Madrid hace algún tiempo, que era un excelente abogado; pero más que en la excelencia de su aptitud profesional, tenía cifrada su vanidad en saber tocar primorosamente la guitarra, y cuando le aplaudían como abogado, parecía como que se incomodaba, y decía: hay amigos que me consideran como un gran abogado aficionado a la guitarra; pero hay otros que me estiman como un gran guitarrista aficionado a la abogacía. (Risas).

Pues bien; yo os pregunto, señores de la mayoría: ¿sois una mayoría conservadora aficionada a la reacción, o sois una mayoría reaccionaria aficionada al partido conservador? Porque, señores, al presenciar el espectáculo que hoy y principalmente ayer ofreció la mayoría, aplaudiendo las palabras del Sr. Menéndez Pelayo, a quien yo felicito desde aquí por su ciencia, y por su mérito, que soy el primero en reconocer y aplaudir, pero a quien no puedo aplaudir igualmente por sus ideas, que las considero un horrible anacronismo, mayor todavía que aquel inmenso latrocinio que S.S. pretendió demostrar; al presenciar, repito, ese espectáculo, yo me maravillaba de que esa mayoría aplaudiese al Sr. Menéndez Pelayo cuando dedicaba palabras de desdén al gran Mendizábal por haber realizado el acto más trascendental de este siglo; el acto en el cual tienen su fundamento la libertad, el sistema parlamentario, la riqueza que en el país, el aumento de población, nuestra civilización y nuestro progreso, y hasta la actual dinastía. (Muy bien, en los bancos de la izquierda.- Rumores en los de la mayoría).

Señores, ¡pues no faltaba más sino que no se pudiera hablar hoy de estas cosas con aplauso, al cabo de medio siglo de sacrificios, de guerras civiles y de tanta sangre derramada para no volver a aquellos tiempos! ¡Ah! Esto no es posible sin retroceder cincuenta años. Y es cosa singular lo que aquí pasa: se aplaude mucho cuando se dice que la desamortización es un inmenso latrocinio (No, no); y yo pregunto, y esto es lo que os iba a decir cuando me habéis interrumpido: ¿por qué, si aplaudís eso tanto, y creéis que en efecto fue un inmenso latrocinio la desamortización, por qué los compradores de bienes nacionales, vuestros padres y vosotros mismos, muchos de los que los tenéis ahora, no se los restituís a la Iglesia? ¡Cuántos habrá ahí en esa mayoría, cuyas fortunas dependan o sean debidas a la desamortización! Pues en descargo de sus conciencias, que devuelvan los bienes a la Iglesia, con los productos y los intereses que hayan obtenido, ya que tan alto proclaman que se quitaron a la Iglesia.

Volveré tal vez sobre este asunto, porque él ha de tener relación con otros varios que he de tocar esta tarde en mi discurso, y vengamos ahora al objetivo principal de este debate, porque ya nos hemos olvidado de los estudiantes, de los catedráticos y de la Universidad; y al emprender mi tarea, debo manifestar que aquí se levanta un revolucionario más, y un revolucionario de la peor especie; porque como todos los que no se han puesto al lado del Gobierno en la cuestión universitaria, no miran humildes a un agente de orden público y no se postran de hinojos ante el liberalismo del Sr. Creus, han sido considerados como revolucionarios de la peor especie, resulta que los son, y de la peor especie también, los estudiantes; revolucionarios los catedráticos; revolucionarias las Universidades; revolucionarias las Academias; revolucionarios los Ateneos; revolucionarios los Ayuntamientos; revolucionarias las Diputaciones, y revolucionario todo el mundo que piensa, menos ocho Ministros y medio. (Risas.- Bien en las minorías).

Pero a la altura en que se encuentra el debate, y después de las prolijas discusiones habidas en uno y otro Cuerpo Colegislador, yo no quisiera tener el mal gusto de molestar a los Sres. Diputados con un nuevo y largo discurso; tanto más, cuanto que creo que con hacer un resumen escueto de los hechos, y con poner de relieve sin atavío alguno retórico el resultado de esta discusión, basta para demostrar de [2282] una manera evidente, en cumplimiento de uno de los objetivos que me propongo esta tarde, que si el descontento escolar, principio de los famosos sucesos de noviembre, adquirió las proporciones de un motín en las calles y tomó el carácter de una cuestión de orden público, fue sólo por culpa del Gobierno, que consecuente en le sistema de provocación, de amenaza y de violencia que ha seguido desde que a deshora ocupó el poder, encontró al fin batallas que reñir y triunfos que conquistar, para poder presentarse después, a falta de mejores títulos, vencedor, por supuesto, de terribles enemigos y de feroces demagogos, como salvador de la sociedad.

Se necesita mucho valor para abordar la temeraria empresa de resumir hechos tan conocidos y manoseados, mucho más teniendo que descender para ello de la altísima región de las ideas, en que, con el raudo vuelo de su inimitable elocuencia, se cernió ayer gallarda la hermosa palabra del Sr. Castelar, a este suelo humilde donde las cosas y los sucesos y los hombres cambian, se transforman y modifican de un modo frío al contacto de las asperezas de la realidad. Pero al fin y al cabo, señores, las necesidades del debate y los deberes de mi posición me imponen el sacrificio de pasar por esta temeridad, que si a vosotros no os ha de ser grata, a mí ciertamente me mortifica y contraría, porque voy a parecer pesado y antipático cuando más quisiera y más necesito seos agradable.

Sólo encuentro en mi desgracia una compensación, y es, el bien que puedo hacer al Sr. Presidente del Consejo de Ministros, porque como éste tiene tantas y tan graves ocupaciones fuera de aquí, no ha podido asistir con asiduidad a estos debates, y bueno es que por mi relato sepa lo que ha pasado, para que pueda hacer el resumen de la discusión. (Risas).

Todos recordaréis, Sres. Diputados, que el 1º de octubre del año último se leyó el discurso inaugural de las tareas universitarias, y que pasado más de un mes, y cuando nadie se acordaba de semejante discurso, el Sr. Obispo de Ávila tuvo por conveniente lanzar contra aquella obra una acusación, censurando al propio tiempo al Sr. Ministro de Fomento por haber repartido por su propia mano tan impío documento. A los pocos días se publicaba en todas las iglesias de Madrid una circular del Vicario de Toledo, con frases, con ideas, con censuras semejantes a las de la citada pastoral del ilustre Obispo de Ávila.

Ésta, pues, y la circular del Vicario de Toledo, han sido la ocasión, el origen y la causa del conflicto escolar: suprimid uno y otro documento, y el conflicto escolar no existe. Sí; el discurso del Sr. Morayta había pasado como meteoro fugaz; las clases seguían con regularidad; los profesores daban sus lecciones sin dificultad alguna; los alumnos asistían a las clases, y la marcha de la Universidad era tan ordinaria, tan tranquila y tan serena como en los tiempos de mayor sosiego. Y cuidado que no hago estas indicaciones como cargo, ni mucho menos como ataque al ilustre Prelado de Ávila, a quien no sólo respeto, sino que estimo, ni al digno Vicario de Toledo, porque ambos estuvieron en su perfecto derecho; las hago para fijar el origen, la significación y la tendencia de un movimiento escolar que el Gobierno ha dicho impulsado, dirigido y fomentado por revolucionarios de la peor especie.

El día 17 de noviembre, es decir, al siguiente de haber sido leída en todas las iglesias la circular del Vicario de Toledo, nació la agitación escolar por una exposición que se llevó a la Universidad, y que estaba redactada con el fin de apoyar aquellos documentos. Los estudiantes que no estaban conformes con ella, no sólo se opusieron a suscribirla, sino que protestaron de su tendencia, recibiendo después otra exposición en sentido contrario al de la primera, sin que en ese día hubiera dentro ni fuera de la Universidad perturbación alguna. El día 18 se repitió en los claustros de la Universidad el mismo movimiento de protestas, y cuando concluyeron las clases, un grupo de estudiantes, que no pasaría de 500, se dirigió en manifestación tranquila a la casa del Sr. Morayta, delante de la cual uno de los alumnos dio cuenta, en un pequeño discurso, de la exposición redactada como adhesión a su persona y sus doctrinas, profiriéndose algunos vivas que se repitieron al pasa por delante de la casa del Sr. Castelar, sin que ni en uno ni en otro punto se oyese grito alguno subversivo.

Y, Sres. Diputados, aquí en este momento estaba terminada la agitación escolar, porque los estudiantes, satisfechos de haber cumplido su objetivo sin dificultad ni oposición alguna, se retiraron y dispersaron desde la casa del Sr. Morayta, sin acuerdo ni concierto para el día siguiente. Y debo añadir, porque es muy importante, que la agitación escolar no sólo no revistió carácter contrario a la autoridad, sino que más bien la tuvo a su favor y en su defensa, puesto que fue ni más ni menos que una manifestación igual a la que poco antes se había realizado en provecho del Sr. Ministro de Fomento, y que como ésta hubiera terminado por sí misma. Pero a la madrugada del día siguiente 19, fueron presos y encarcelados unos estudiantes como autores o directores de la manifestación del día 18; y la noticia de estas prisiones de estudiantes, que corrió como un rayo por los claustros de la Universidad, hizo renacer un movimiento ya terminado y muerto, y lo hizo renacer en otras proporciones y hasta con otro carácter del que antes tuvo. Los estudiantes, como siempre ha sucedido en casos análogos, se reunieron en grupos y se fueron a pedir la libertad de sus compañeros al Gobierno de la provincia, frente a cuyo edificio, en vez de obtener una contestación más o menos satisfactoria a su demanda, recibieron dos cargas de la fuerza del orden público, produciéndose con este motivo alarmas, sustos, atropellos, desgracias, y una gran efervescencia entre los estudiantes, que se creían injustamente atropellados; y ya descompuestos y en tropel fueron a la Puerta del Sol, a la redacción de El Globo, a la de El Siglo Futuro, a la de Las Dominicales y a las de otros periódicos, y allí, entre los gritos que pudiéramos llamar escolares, se oyeron otros subversivos, sin que hasta ahora se sepa quiénes ni con qué intención los dieran. A mí, claro está, no me parece bien que se profiriesen esos gritos; pero, sea como quiera, lo cierto es que las manifestaciones de este día concluyeron ya con carreras, con palos y sablazos y con sangre.

Llegamos al día 20, día famoso, día que será conocido en la historia por el de la entrada de la fuerza pública en la Universidad. Y lo que sobre todo importa consignar es, que cuando la fuerza pública entró, no había en la Universidad, reparadlo bien, más que estudiantes que habían ido allí en cumplimiento de su deber [2283] a escuchar las explicaciones, y catedráticos que estaban para darlas. Éstos eran y no más los que en la Universidad se hallaban, porque los estudiantes revoltosos, que los ha habido ahora, como hay siempre quienes se aprovechan de estos sucesos para perturbar el orden académico; esos no estaban en la Universidad, sino en la calle, que bien saben ellos que en estos casos, y por lo que pueda suceder, se está mejor al aire libre que no dentro de un edificio público.

Entró, pues, la fuerza pública, y lo hizo como todos sabéis. Mas para justificar su entrada se ha dicho que hubo violencias por parte de estudiantes. ¿Qué violencia habían de oponer unos muchachos que no hacían más que correr a meterse debajo de las mesas, a esconderse detrás de los estantes de la biblioteca y a colocarse bajo el amparo de las togas de sus catedráticos, maltratados y desconocidos porque en cumplimiento de su deber procuraban interponerse entre el sable del agente de orden público y el estudiante que huía, e intentaban detener el brazo levantado contra un muchacho inerme y tendido en el suelo? ¡Y este acto, impuesto no sólo por el deber de profesor, sino por un deber de humanidad, se califica de desacato, y por él se ha atacado duramente al rector y a los catedráticos de la Universidad; y en cambio, no sólo no se ha calificado de desacato, sino que ha merecido aprobación y aplauso por parte del Gobierno, el acto de aquellos agentes de coger por la solapa al rector de la Universidad, que todavía era el representante del Gobierno, y zarandearle y maltratarle como a un vil miserable! ¿Qué idea tiene el Gobierno de la autoridad, de la dignidad de los cargos y de la honra de los hombres? Pues yo declaro, y en esto creo hacerme eco fiel de los sentimientos de toda persona bien nacida, que si los catedráticos no hubieran hecho lo que hicieron, interponiéndose entre los agentes y los estudiantes que huían, no hubiesen cumplido con su deber, habrían sido unos cobardes indignos de vestir la toga, y más indignos aún de la confianza de los padres; y por lo que hace a los que los maltrataron y vilipendiaron, no quiero decir lo que son, no; que cada cual les aplique el calificativo que crea más adecuado a su conducta; pero sí diré que los que no tuvieron ni tienen para ese acto palabras de reprobación, y lo acogieron por el contrario con aplauso, cometieron una grandísima insensatez.

No hay para qué discutir la entrada en la Universidad. Si se hubiera tratado de criminales empedernidos, de ladrones, de incendiarios o de asesinos, la fuerza pública no habría podido entrar en la Universidad como entró; la fuerza no habría podido entrar sino a prenderlos para entregarlos a los tribunales, y empleando las armas sólo cuando opusieran resistencia, y resistencia capaz de daño: el penetrar de otra manera, aun tratándose de criminales, hubiera sido un acto de barbarie; tratándose de estudiantes indefensos e imberbes, no es un acto de barbarie, que al fin en la barbarie puede haber cierta grandeza; es una gran vergüenza. Hace porco tiempo un soldado cogió su tercerola y con ella asesinó villanamente a un sargento; para librarse de la persecución, cargó otra vez la tercerola y se dispuso a disparar sobre los que le persiguieran; un teniente que estaba de guardia saca su revólver, persigue al soldado, que le amenaza con la carabina, le acorrala, y el soldado por último se le rinde, y le pudo llevar sano y salvo ante sus superiores. Y lo que ha hecho un teniente con un asesino armado, ¿no ha podido hacerlo la fuerza pública con estudiantes indefensos? (Aprobación en la izquierda).

Y todavía, señores, se buscan disculpas, y hasta se preparan premios para los agentes de orden público; ¡qué digo, se preparan premios! Parece que ya no se los quieren dar, porque los agentes de la autoridad no hicieron lo que les mandó; porque aún se quedaron cortos en el cumplimiento de las órdenes recibidas.

La excitación producida por la entrada en la Universidad y por las irreverencias de que fueron objeto los profesores fue tan grande, que los alumnos de San Carlos, que hasta entonces habían permanecido quietos, se movieron ya para unirse a sus compañeros en son de protesta.

Y en efecto, con este motivo, el día 21, en la calle Atocha hubo también confusión, carreras, sustos, palos, sablazos y escándalo. Hasta este día, Sres. Diputados, no se publicó el bando del señor gobernador civil de Madrid previniendo que se hicieran las intimaciones legales. ¡A buena hora! Pero en fin, ya que no para evitar el empleo de la fuerza, porque desgraciadamente, no uso, sino abuso se había hecho de ella, sirvió el bando para demostrar la arbitrariedad de los procedimientos del Gobierno hasta aquel momento, porque su contenido es la condenación más absoluta de cuanto se había realizado en los días anteriores, y sobre todo de los que se había hecho en la Universidad.

En este mismo día tomó posesión el nuevo rector Sr. Creus, y como venía a sustituir al Sr. Pisa Pajares, tan débil y pusilánime, según ha dicho el Sr. Ministro de Fomento, se presentó tan arrogante, tan fuerte y tan varonil, que, según lo que se nos a ha revelado, no sabemos si ya se habrá atrevido a entrar por una puerta que el mismo Sr. Ministro de Fomento ha llamado excusada, necesitó que se ocupara la Universidad por la fuerza pública y que se colocaran agentes de centinela a la puerta de cada una de las cátedras.

Y así, de esta manera, amanecieron militarmente ocupados los dos primeros establecimientos de enseñanza del Reino, lo cual produjo nuevas protestas de los catedráticos y la resolución de los alumnos de no asistir a clase mientras la fuerza ocupara los claustros, y esto produjo nuevas manifestaciones, carreras, sustos, palos, sablazos y escándalos sin cuento.

Y aquí terminan los sucesos escolares como cuestión de orden público; y como veis, el movimiento escolar no nació, como he observado antes, en contra del Gobierno; cosa rara en este país; antes bien, por su origen, su carácter, y hasta por su aislamiento, porque los estudiantes de San Carlos no tomaron participación hasta el día 21, y no se concibe un movimiento escolar importante sin que tomen participación alguna los estudiantes de San Carlos, ha sido el movimiento más insignificante de cuantos han ocurrido en Madrid; tan insignificante, que hubiera concluido por sí mismo, como lo estaba antes de la prisión de los estudiantes, hecha al día siguiente de comenzar el motín; tan insignificante, que hubiera bastado la autoridad de los profesores para contenerlo en la Universidad, si les hubieran dejado obrar libremente; tan insignificante, en suma, que cuando más hubiese sido necesaria la intervención del alcalde de barrio o del teniente alcalde del distrito. [2284]

¿Queréis una prueba de esto? ¡Qué digo una! Os podéis suministrar mil, de que estos movimientos no han tomado más proporciones que las que el Gobierno les ha ido dando con su falta de tacto y por su violencia.

¿Queréis una prueba, repito, de que el Gobierno no ha querido terminar el conflicto de una manera pacífica? Pues la tendréis en dos episodios que os voy a referir.

El mismo día 20, es decir, el día de la entrada de los guardias en la Universidad, continuaban las cátedras en San Carlos con la misma regularidad de siempre; no había llegado todavía a aquel Colegio la noticia de lo acaecido en la Universidad, cuando acababa de dar sus explicaciones un catedrático distinguido, que no es político, que no está afiliado a ningún partido; el Sr. San Martín, persona dedicada exclusivamente a la ciencia, a su profesión y a las explicaciones de su cátedra. No podéis decir seguramente que éste es un revolucionario de la peor especie. Sale de su cátedra con sus alumnos, y se encuentra con la noticia de lo ocurrido en la Universidad, y con la calle Atocha tomada por fuerzas de orden público. Se le dice que allí algunos agentes perseguían a los estudiantes, y en vista de esto los alumnos del señor San Martín le suplican que les acompañe, para que los agentes de orden público no les peguen al ir a sus casas, y el profesor les acompaña.

Se encontraron a poco con un pelotón de agentes que los quiso disolver, y el Sr. San Martín dijo: "yo respondo de ellos; acaban de salir de mi clase, y quieren marchar dirigidos por mí para irse cada cual por la bocacalle que conduce más directamente a su casa". Aquel pelotón les dejó pasar; pero después se encontraron con otro, y entonces el Sr. San Martín preguntó por el jefe; iba allí el Sr. Oliver, y estando hablando el Sr. San Martín con aquél, llegó el gobernador, con el cual sostuvo el diálogo que voy a leer, dejando la palabra al expresado catedrático:

"En esto, dice el mismo Sr. San Martín, llegó el gobernador, y llamándole yo por su apellido (con el propósito de darle a entender que buscaba en el antiguo amigo la protección que mis discípulos necesitaban y me habían solicitado), se entabló en medio de la plaza el siguiente diálogo, que para mayor precisión, aun a riesgo de alguna impropiedad, procuraré reproducir al pie de la letra.

Gobernador: Hábleseme con el debido respeto a la autoridad que represento. (Grandes risas.- El Sr. Villaverde: Es inexacto ese relato). Afortunadamente tengo presencial, cuya declaración también traigo aquí por si es necesaria.

"Yo (es decir, el Sr. San Martín). -Pues, señor gobernador de Madrid, vengo a reclamar contra el espectáculo que están dando los agentes de orden público, repartiendo sablazos a estudiantes que salen tranquilamente de mi clase sin haber dado el menor motivo para este abuso de fuerza.

Gobernador: Mis agentes no faltan, y eso que oigo no debe ser cierto.

Yo: No puedo consentir que el gobernador de Madrid ni autoridad alguna de la tierra me desmientan. Insisto en que mis alumnos no han faltado y son víctimas de una agresión incalificable.

Jefe Oliver: Esto es un desacato.

Yo: Usted se abstendrá de calificar mi conducta.

Gobernador: Que le detengan inmediatamente, y le oiré en el Gobierno.

Yo: Estoy a la disposición de la autoridad."

El Sr. San Martín fue conducido al Gobierno civil en un carruaje, acompañándole agentes de orden público y un sargento, según creo, y a los estudiantes los disolvieron a la fuerza.

Pregunta mía: ¿qué necesidad había de dispersar a la fuerza gentes que se disolvían con solo las indicaciones del Sr. San Martín?

Pues ese profesor fue conducido a un sótano del Gobierno civil; allí estuvo durante algún tiempo, y fue llevado después a otra habitación superior. A las dos o tres horas llegó el gobernador y le dijo: "No te he conocido; estaba sin duda tan excitado que no te he conocido". (Risas).

Otro episodio. Al día siguiente a éste de que acabo de hacer mención, estaba el teniente alcalde del distrito del Hospital en la Tendencia de Alcaldía, cuando le avisaron que unos estudiantes se reunían en la calle de la Magdalena para saber si en la casa de socorro que hay en esa calle había un estudiante herido. (Algunas voces en la mayoría: Muerto. -El Sr. Ministro de la Gobernación: Si no murió, no fue por falta de voluntad). Efectivamente, si no murió, no fue por falta de voluntad de los apaleadores oficiales.

En fin, el caso que los estudiantes estaban reuniéndose en la calle de la Magdalena, y que fue avisado el teniente alcalde del distrito del Hospital de que se realizaba aquel hecho. Este teniente alcalde tampoco es un revolucionario de la peor especie; ha sido candidato conservador en las últimas elecciones municipales, y fue nombrado teniente alcalde por ser amigo del partido conservador y estar afiliado a él; porque es de notar que no es conservador de ahora, sino antiguo y constante conservador hasta el punto de que siendo militar cuando tuvo efecto la revolución de Septiembre, por ser tan partidario de las actuales instituciones pidió la licencia absoluta para retirarse del servicio. Éste era el revolucionario insensato de la peor especie que hizo lo que vais a saber.

Bajó a la calle y dijo a los estudiantes que no había en la casa de socorro ningún estudiante herido, y que debían retirarse para no dar lugar a que hicieran con ellos lo que ya habían hecho con otros. Los estudiantes se retiraron en efecto, volviendo por la plaza de Antón Martín en el momento en que venía una columna de agentes por la calle de Atocha, cuya columna al verlos gritó: a ellos. Los estudiantes entonces echaron a correr, y el alcalde se quedó solo. Preguntó por el jefe de la fuerza, y habiéndosele contestado que era el coronel Oliver, se presentó a él y le dijo: "No hay necesidad de que se atropelle violentamente a esos estudiantes, ni de que se empleen contra ellos las armas, porque el principio de autoridad queda perfectamente establecido desde el momento en que me he hecho obedecer sin más que mi bastón en la mano." El coronel Oliver sostuvo alguna disputa con el teniente de alcalde; pero al fin y al cabo cedió, diciendo a éste: "Sobre usted caerá toda la responsabilidad. -Pues que caiga; yo tengo este bastón para algo, y admito esa responsabilidad". Los estudiantes se disolvieron, no quedó ni uno solo, y entonces el teniente de alcalde volvió a decir al Sr. Oliver: "¿Ve usted como no hace falta disolver por la fuerza a los estudiantes? -Eso, dijo el coronel Oliver, no me lo [2285] cuente usted a mí; porque yo he recibido órdenes que debo cumplir, del gobernador de la provincia".

El teniente de alcalde se fue a ver a su jefe inmediato y le refirió lo que había pasado, manifestándole la satisfacción que sentía por haber evitado un conflicto, y el alcalde de Madrid le contestó: "Pues cuénteselo usted al Ministro de la Gobernación", porque hay que advertir que al alcalde de Madrid, la autoridad más inmediata al vecindario, en los ocho días que duró esta algarada o este alboroto, no se le vio en ninguna parte, por más que, como yo creo, precisamente para reprimir hechos como estos son las autoridades populares, puesto que no es ni mucho menos un celador de policía el alcalde de Madrid. ¿Qué ha hecho este alcalde? ¿Dónde ha estado? En ninguna parte; y es natural: tenían orden de que apenas vieran a un jefe de orden público persiguiendo a los estudiantes, se ocultasen en los portales.

Pues bien; se fue el teniente de alcalde a que antes me he referido, a ver al Sr. Ministro de la Gobernación, y como ya sabía éste el suceso, le dijo: "Ha hecho usted mal; se ha opuesto usted a las órdenes del Gobierno". Y el teniente de alcalde, asombrado, replicó: "¿Pues qué cosa mejor pude hacer que el evitar el uso de la fuerza? -Pero el principio de autoridad se ha menoscabado", contestó el Sr. Ministro de la Gobernación. Y en otra conferencia que tuvo con el mismo Sr. Ministro, viendo que al día siguiente seguían las manifestaciones y que él no podía determinar el momento en que la fuerza pública debiera hacer uso de las armas, presentó la dimisión, que le fue admitida en el acto no con las fórmulas que se acostumbran en estos casos, sino con la fórmula más seca y más vasta. ¿Se quiere una prueba más clara de que el Gobierno buscaba la lucha, y de que se oponía a todos los medios que pudieran hacerla innecesaria? Y es más, se irritaba contra todo el que para terminar pacíficamente la agitación presentaba su apoyo.

De manera que, bajo pretexto de presentar la batalla y vencer a los revolucionarios, lo que ha hecho el Gobierno ha sido dar la batalla a la agitación científica que realmente late en el movimiento escolar del mes de noviembre, abogando en su origen la protesta de los amantes del progreso y de la ciencia contra los defensores del oscurantismo y de la reacción; problema inmenso, señores, que divide hoy a Europa y que tiene agitados todos los espíritus, pero que el Gobierno ha querido confundir con una cuestión callejera, y que en vez de tratarla con templanza y prudencia, la ha querido resolver con la provocación, encarcelando innecesariamente a algunos estudiantes, atropellando a los catedráticos, invadiendo de un modo brutal la Universidad, ocupando militarmente los establecimientos de enseñanza, y nombrando, por último, rector de la Universidad al Sr. Creus, como un alarde de reacción, como un desafía, no ya a los revolucionarios que no se han dejado ver en este suceso, sino a una de las dos grandes fuerzas que están librando en el mundo la tremenda batalla entre la tradición y el progreso, entre lo pasado y lo porvenir, entre la civilización antigua y la moderna civilización. (Muy bien en las minorías).

Termina el conflicto escolar al fin, pero empieza el conflicto universitario. Los catedráticos maltratados, ofendidos en su derecho y desautorizados por la autoridad gubernativa, piden reverentemente al Gobierno la debida reparación, y el Gobierno se la niega. Acuden entonces a los tribunales de justicia, y cuando éstos, cumpliendo con su deber, van a administrarla, el Gobierno se interpone con una competencia que, por las circunstancias que la acompañan, no tiene precedentes de cuarenta años a esta parte, y que si prevaleciera, que no prevalecerá, haría completamente ilusoria la responsabilidad de todos los funcionarios públicos, desde el Presidente del Consejo de Ministros hasta el último agente de orden público; lo cual destruye por su base el sistema constitucional y representativo, y puede ocasionar para el porvenir consecuencias que, por lo delicado del asunto, no quiero enumerar aquí, pero sobre las cuales hizo ya discretísimas observaciones en su brillante discurso mi querido y distinguido amigo el Sr. León y Castillo. (Muy bien).

Claro está que yo no he de decir nada sobre la competencia, después de lo expuesto por los Sres. Gullón y González, mis amigos y correligionarios; por el señor Montero Ríos, mi antiguo amigo, y por los señores Moret, Canalejas y Marqués de Sardoal, coincidiendo todos en la doctrina verdaderamente liberal de que hay que levantar la independencia, la autoridad y la fuerza de los tribunales de justicia sobre la Administración, particularmente en los asuntos criminales.

Pero se dice que el Gobierno procedió así porque estos sucesos tomaron desde el principio el carácter de una cuestión de orden público. ¡Señores, cuestión de orden público! Cuestión de orden público era la que vosotros promovisteis con vuestras predicaciones en Cataluña como protesta contra el tratado de comercio con Francia, que ahora, sin consideración alguna a tan importantes provincias, queréis extender a Inglaterra; cuestión de orden público era la promovida en las calles de Barcelona por 10.000 obreros sin trabajo, aunque con jornal, oponiéndose, gracias a las excitaciones de algunos de vuestros amigos, hoy mudos ante el modus vivendi con Inglaterra, al cumplimiento de las leyes y al pago de los impuestos, obligando a cerrar tiendas, rompiendo cristales y sobreexcitando los ánimos en aquella importantísima ciudad, sin considerar que un solo día de perturbación en aquel trabajador país lleva consigo grandes pérdidas en su riqueza. Aquélla, y no ésta, sí que era una cuestión de orden público; y sin embargo, con ser tan grande y tan importante y tan aterradora, aquel Gobierno la resolvió (óiganlo bien los Sres. Ministros) sin esgrimir un sable, sin hacer que se derramara una lágrima, sin verter una gota de sangre.

Lo que aquel Gobierno pudo hacer e hizo ante 10.000 hombres excitados por vuestras predicaciones, y a los que habíais hecho entender que iban a morir de hambre después de estar sumidos en la miseria, no lo habéis podido hacer vosotros con 500 estudiantes que después de dar unos cuantos vivas a sus profesores se iban tranquilamente a sus casas.

¡Ah! Se me olvidaba. ¿Y el principio de autoridad? Este es el argumento Aquiles con el Sr. Presidente del Consejo de Ministros quiere justificar toda la política del Gobierno en este asunto. (Rumores). Ya lo creo, oigo decir por ahí; pero yo creo también a mi vez que este principio de autoridad, falsamente invocado, sirve de magnífico ropaje a todos los Gobiernos malos para encubrir las fealdades de su violencia [2286] y de su arbitrariedad. ¡Principio de autoridad! ¿Qué autoridad es esta que busca los medios de gobierno, no en los procedimientos tranquilos y regulares y ordinarios de la ley, sino en la amenaza, en la provocación y en la violencia? ¿Qué prestigio ha de tener, y que respeto ha de infundir semejante principio de autoridad? ¿Es que para el Gobierno no hay más principio de autoridad que el representado por el sable de un agente de orden público? ¿Es que le principio de autoridad no tiene otras manifestaciones más grandes, más respetables, más solemnes? ¿Es que no hay autoridad en la ciencia, autoridad en el magisterio, autoridad en la enseñanza? ¿Pues qué hicisteis entonces del principio de autoridad en la Universidad? ¿Cómo se afirmará el principio de autoridad en nuestros centros de enseñanza, desobedeciendo y pisoteando al rector, a los catedráticos y al Claustro entero?

¡Ah! ¡bien afirmáis el principio de autoridad, cuando todos los días se oye decir con una despreocupación que causa dolor, como yo lo he oído, que son unos ignorantes, que son unos rebeldes los más ilustres profesores de nuestra primera Universidad, los hombres que han encanecido en la enseñanza de la ciencia, los maestros de la generación que hoy tiene en sus manos los destinos de la Patria, aquellos que enseñaron lo poco que relativamente a ellos saben los que ocupan ahora el banco azul (Risas); los que, por último, van a ser maestros de vuestros hijos y de la generación que viene! (Bien en las minorías).

Yo en esto, señores, soy tanto más justo y más imparcial, cuanto que mi defensa no es interesada, ni siquiera fruto del agradecimiento, porque no he tenido la suerte de ser discípulo de tan sabios profesores.

Es verdad, sí; hay que vigorizar el principio de autoridad; pero no sois vosotros los llamados a hacer esa heroísima campaña. (Risas en la mayoría. -Aprobación en las minorías). No pensaba detenerme en este punto, y ahora, puesto que me interrumpís, os voy a decir por qué no sois los llamados a hacer esa campaña. ¿Cómo habéis de ser vosotros capaces de realizarla, cuando ensalzáis y aplaudís las cargas dadas por la fuerza pública, que en todo caso hay que considerar como una gran desgracia y como una dolorosísima necesidad, en vez de recomendar al gobernador de Madrid que cambie las hojas de los sables de los guardias de orden público, porque los que han empleado en esta ocasión no producen más que contusiones? ¡Vosotros invocando el principio de autoridad! ¡Qué sarcasmo! ¡Cuando no hay prestigio social, por respetable que sea, que no holléis; cuando no hay interés permanente en el orden moral al que no atentéis si no se os humilla! Se habla de la ciencia del profesorado, del prestigio de la toga y del jefe de la Universidad, y tenéis como respuesta frases de menosprecio.

Hay un Obispo que se atreve a dirigir una amonestación, o más bien una advertencia, con la autoridad que le dan los años y su alta jerarquía, a un Ministro, y ese Ministro se revuelve airado contra el Obispo y le dice que es un ignorante, caduco e incapaz de saber lo que hace. Si un juez competente dicta un auto de procesamiento contra un jefe de orden público, el gobernador lo discute en el Congreso, y el Ministro lo aprecia como una simple opinión particular, y después de una crítica acerba de los resultados y considerados, se atreve a comprometer la imparcialidad del Gobierno de que forma parte, que está llamado a decidir soberanamente, como fuente de jurisdicción, en una de las cuestiones más delicadas y más importantes, como son las cuestiones de competencia; cosa a la verdad nunca vista, ni jamás oída en lo anales del gobierno representativo y constitucional. Se habla de la prensa, y los que más le deben la maltratan, y un Ministro la llama gaceta de motín. ¿Qué más? Algunos Diputados de la mayoría tienen la desgracia o la fortuna de discrepar del Gobierno en este asunto concreto que estamos debatiendo, que ni de cerca ni de lejos, que ni directa ni indirectamente guarda relación alguna con los principios del partido conservador, y el Gobierno les dirige mil ironías, los maltrata y los vilipendia, y les dice que son unos ignorantes y descreídos.

¿Qué pretendéis conseguir con ese sistema? ¿Cómo queréis hacer campaña de vigorizar el principio de autoridad de ese modo? ¿Qué va a quedar en pie con este proceder disolvente, de toda autoridad respetable que tenga el atrevimiento de oponerse a esa servidumbre indigna a que parece nos queréis someter a todos? Diputados, periodistas, embajadores, Obispos, jueces, todo, todo es objeto de vuestros sarcasmos y de vuestras diatribas, si no doblan la cerviz y no se someten, no ya a las doctrinas, no ya a la bandera, no ya a la historia del partido, no, no; si no se someten a la personalidad de un Ministro. (Bien, en las minorías).

Señores, con este sistema es imposible seguir. No podría hacer otro tanto para acabar con una sociedad, el partido más demagógico ni más demoledor; porque yo declaro francamente que este sistema no lo he visto nunca practicado más que en los días de grandes cataclismos, por Gobiernos débiles y asustadizos que no se apoyaban más que en sus pasiones, y tratándose de partidos que habían perdido el carácter de tales para tomar el de kábilas. Pero aunque entristece confesarlo, es lo cierto que en este sistema destructor no se detienen los Sres. Ministros actuales y sus amigos, ante ningún respeto ni conveniencia, ni ante la idea de hacer imposible la situación de uno de sus hombres más eminentes, del Sr. Ministro de Gracia y Justicia; porque podrán diferir en un asunto concreto los hermanos del Sr. Ministro de Gracia y Justicia, que hasta ahora han estado conformes en un todo; pero ¿sólo por eso los hermanos del Sr. Silvela han de ser objeto de las diatribas de los Ministros y de los ataques más violentos de la prensa oficiosa? ¿Cómo ha de consentir esta inquinidad el Sr. Ministro de Gracia y Justicia? ¿Cómo ha de tolerar que a sus hermanos se les llame conservadores de pega y se les diga que encienden una vela a San Miguel y otra el diablo, para acabar por no servir a Dios porque de esa maneta creen no disgustar al demonio? (Sensación). El demonio, por lo visto, soy yo, y Dios es el Sr. Cánovas del Castillo; mas afortunadamente, el Sr. Pidal ya no debe asustarse de la cruz, exterioridad religiosa que tan bien le sentaba allá en aquellos tiempos en que S.S. pertenecía a la unión católica, pero que ahora me parece a mí que no necesita emplear, tratándose de un demonio tan campechano y tan tratable como yo. (Risas). Y sobre todo, realmente no tiene S.S. de qué asustarse, porque ya, demonio y todo, nada tengo yo que hacer con S.S., ni siquiera tentarle, pues ya S.S. ha caído en tentación, y no ha sido este Mefistófeles, sino otro Mefistófeles, [2287] el que ha influido para ello. Ya está S.S. en tentación defendiendo como defiendo yo la tolerancia religiosa, dando amplísimas explicaciones y satisfacciones y ofreciendo cordialísima amistad a aquellos infames usurpadores de los Estados Pontificios. (Bien, en las minorías). De manera, Sres. Diputados, que aun siendo demonios los que pensamos así, resulta que tenemos el gusto de poder contar ya a S.S. como uno de nuestros más resueltos y más dignos compañeros.

Si yo fuera sospechoso a mis adversarios de la mayoría, me atrevería a hacerles una advertencia sobre el verdadero sentido y la verdadera tendencia de la conducta del Gobierno en la cuestión de enseñanza. El Sr. Pidal, a pesar de sus terminantes declaraciones, tan aplaudidas por vosotros, y a pesar de su voluntad, no ha podido pasarse al partido conservador con armas y bagajes, arrojando como impedimenta inútil los extraordinarios esfuerzos y los grandes trabajos por él realizados durante más de diez años en pro de la unidad religiosa, y mucho menos burlando las esperanzas de una gran parte del episcopado y de no pequeña del clero y del pueblo español, que se constituyó en asociación religiosa con aires de partido legal; porque eso no sería digno de persona que valiera mucho menos que S.S. El Sr. Pidal, con esos famosos distingos tomados de ilustres teólogos, de per se y per accidens, y con esas célebres distinciones de la hipótesis y la tesis, cede en la forma, pero insiste en la realidad en sus ideales mientras que el partido conservador, a cambio de cierto respetuoso acatamiento de pura forma, le entrega el campo de la enseñanza pública; la obra de la enseñanza pública, señores, levantada a costa de tantos esfuerzos y de sinsabores tantos, no sólo por los liberales, sino por los conservadores; que en este punto no hay distinción, puesto que todos han sido esencialmente regalistas; porque regalistas fueron los hombres más importantes del partido moderado, y regalistas los hombres más importantes del partido conservador, y regalistas han sido hasta aquí todos los que desde el poder se han ocupado en la enseñanza pública. Por manera que los conservadores por regalistas y los liberales por liberales, han marchado con ligeras excepciones, y aparte de pequeños detalles, de acuerdo en este punto, y a los esfuerzos de unos y de otros se debe, y casi por igual, el estado a que ha llegado la instrucción pública en España, lo mismo en la escuela normal de la última provincia que en la primera Universidad del Reino; en cuyos establecimientos docentes oficiales, si ha desaparecido la influencia religiosa, tanto responde a los esfuerzos y a las disposiciones de los moderados y de los conservadores como a las reformas de los liberales. ¿Y qué se pretende ahora? Cuando el Sr. Pidal se levanta a decir: "me he hecho conservador, soy conservador," y vosotros le aplaudís, y la mayoría conservadora le aplaude, el Sr. Pidal aparece cediendo en la forma; pero cuando a renglón seguido dice el Sr. Pidal que no renuncia a ninguno de sus antiguos ideales, ni prescinde de ninguno de sus antiguos propósitos, y os añade que la enseñanza debe ser católica en nuestros establecimientos docentes, y vosotros aplaudís también, y el partido conservador aplaude, y la mayoría conservadora aplaude, la mayoría conservadora aparece dentro del Sr. Pidal, cediendo en la realidad. Porque, ¿qué quiere decir que la enseñanza pública ha de ser católica? Ya os lo ha dicho con su severa palabra el Sr. Montero Ríos, a quien ha intentado contestarle el Sr. Ministro de Fomento, pero en mi opinión, sin conseguirlo, dejando en pie todas sus afirmaciones. Ya os lo ha dicho también mi amigo el Sr. Moret con su palabra arrebatadora, y después la brillante elocuencia del Sr. Castelar. Significa la dirección, o por lo menos la inspección de los Obispos en los establecimientos de enseñanza, porque sólo a los Obispos les es dado decir lo que es y lo que no es católico; significa la omnipotencia de la Iglesia en la instrucción pública; es la destrucción de la obra levantada, no sólo por el partido conservador, no sólo por los hombres conservadores, sino por el partido y por los hombres moderados; quiere decir la inspección de la enseñanza oficial tal como hoy está establecida, y la creación de escuelas católicas, por supuesto, subvencionadas por el Estado, porque éste es católico y cobra la contribución para que los establecimientos de enseñanza sean católicos, aunque nada de esto dice el contribuyente al cobrador cuando éste va con el recibo de la contribución; quiere decir, en fin, el monopolio de la enseñanza por el ultramontanismo en todas partes, menos en algunas ciudades importantes, donde no es tan fácil la explotación de ciertas conveniencias sociales que obligan a aparecer como creyentes aun a los más incrédulos. Sí, quiere decir esto o no quiere decir nada, porque la ciencia no tiene religión; no hay una ciencia católica, ni una ciencia protestante, ni una ciencia mahometana; la ciencia es universal, la ciencia está en todas partes, la ciencia no reconoce patria, ni países, ni instituciones, ni creencias; la ciencia vive en todas las latitudes, la ciencia respira todas las atmósferas, la ciencia se desenvuelve con todas las instituciones, la ciencia crece en medio de todas las religiones, y no tiene más límite que el que a Dios plugo poner al entendimiento humano. (Bien). Por eso yo entiendo que se ha creído que con batallas como la dada en la Universidad podía facilitarse el camino, que siempre será escabroso, para llegar a aquella resolución; porque con el desprestigio, con la desautorización, con el descrédito de nuestros centros docentes como establecimientos del Estado, se podía quizá pensar en la vuelta de aquellas Universidades pontificias. Pero eso no lo ha querido nunca el partido conservador; pero eso no lo ha querido nunca el partido moderado; pero eso no lo habéis podido querer vosotros sin renegar de vuestros antecedentes, sin reír con vuestros compromisos, sin olvidar vuestra historia, y la historia de vuestros hombres más importantes, y la de vuestro propio partido.

El partido conservador, lo que ha querido en este punto, en el cual le ha ayudado de buena fe y con gran energía el partido liberal, ha sido que la religión y la ciencia, en vez de chocar para destruirse, marchen paralelas; la religión envuelta en sus conservadores misterios, respirando la suave y dulce atmósfera de la paz, acompañada de la fe de los creyentes, respetada y venerada por todos; la ciencia, con la lucha, con la contradicción, con la controversia, al descubierto, a la luz del día, en completa libertad. De esta manera, en lugar de perjudicarse se ayudan, porque si la religión es la esperanza que consuela y que alienta en la desgracia y modera en la prosperidad, la ciencia es manantial fecundo que contribuye a la prosperidad y que todo lo embellece. [2288]

Pues bien; esta armonía entre estos dos elementos tan indispensables para la vida, para el progreso y hasta para la muerte, esta armonía que se había conseguido gracias a los esfuerzos de moderados, de conservadores y de liberales, es la que se ha roto, o por lo menos contra vuestra voluntad se ha pretendido romper con los sucesos de noviembre dividiendo en bandos a los profesores, excitando y alentando las pasiones en nuestros centros docentes, introduciendo la discordia en los Claustros y llevando las luchas de la vida política a la Universidad.

Conservadores de la mayoría, reparad a dónde podéis llegar si no imitáis a algunos de vuestros compañeros que con gran patriotismo han protestado contra ciertas tendencias; y reparad que mi advertencia en este punto no entraña ningún interés mezquino de partido, porque de seguirla vosotros, nosotros como partido, nada hemos de ganar: conservadores sois, conservadores quedaréis, y quizá y sin quizá en más tranquila posesión de poder, porque al menos no os acibarrarán la existencia esas dudas, esos recelos y esas alarmas que tanto os mortifican. Pero si no ganamos nosotros como partido con vuestra protesta, todos, vosotros y nosotros, ganaremos como españoles, ganaremos como liberales, ganaremos como católicos, porque vuestra protesta conjugará quizá el peligro de que este desgraciado país pueda un día convertirse en campo de batalla, y verse otra vez comprometido en esa lucha grande, en esa lucha horrible, es esa lucha que no reconoce la amistad ni la familia, en esa lucha que rompe los vínculos más sagrados, en esa lucha que disuelve las afecciones más caras, en esa lucha que destroza los lazos más íntimos, en esa lucha que a todo trance hay que evitar en nombre de la humanidad, en nombre de Dios. (Aplausos en los bancos de la izquierda).

Y ahora, Sres. Diputados, voy a cumplir un compromiso que he contraído este verano. (Movimiento de atención en la Cámara). Hallábame yo tranquilo y bien entretenido? (Risas). Señores, ¿qué es esto? ¿Es envidia? (Grandes risas). respirando las brisas frescas del mar en uno de los puntos más agradables de nuestra brava costa cantábrica, cuando me vi sorprendido con una interesante carta que el ilustre Arzobispo de Burgos tuvo la bondad de dirigirme en su nombre y en el de otros no menos ilustres Prelados. Era, en verdad, una amonestación que esos jefes de la Iglesia me dirigían por las ideas contenidas en el discurso que tuve la honra de pronunciar en la primera parte de esta legislatura, que por lo distante que se encuentra de la segunda, más parece distinta legislatura que parte de ella. Pero como sin haber pertenecido a la unión católica, no sólo no revuelvo contra los Prelados que combaten mis ideas y mis procedimientos, sino que, por el contrario, les aplaudo, les doy la razón y les reconozco el derecho de combatirlas, yo les contesté exponiendo esto mismo, y además adquiriendo el compromiso de ayudarles en la realización de un deseo que me parece justísimo; y eso es lo que vengo a hacer en este momento. Hay que advertir ¡cosa singular! que yo merecí esta amonestación de aquellos ilustres Prelados por defender al Sr. Pidal, por decir que el Sr. Pidal se había hecho conservador, que había renunciado a la unidad católica, y aún me parece que dije entonces que también al restablecimiento del poder temporal del Papa. Pero en fin, todo eso ha dicho S.S., y yo soy el que he merecido censuras por decir lo mismo que S.S.; y por lo tanto, voy a tener la honra de leer la carta de esos ilustres Prelados, porque es digna bajo todos conceptos de ser conocida, y después daré lectura de la mía como contestación, que no es digna seguramente de que la conozca nadie, pero que voy a leer también porque pone las cosas en su verdadero lugar y deja a cada cual en el puesto que le corresponde.

"Muy señor mío y de mi distinguida consideración: Ocupado en hacer los ejercicios espirituales con mi digno clero desde el 15 al 24 de julio, y habiendo salido en este mismo día a visitar algunos pueblos de la diócesis, no pude leer con la oportunidad debida el discurso pronunciado por V. E. en el Congreso de los Diputados el día 9 del mismo mes. Sirva esta explicación para disculpar el no haber contestado en una u otra forma a unas palabras gravísimas dichas por V. E. en su elocuente discurso, pues son de tal naturaleza, que V. E. mismo, estoy seguro de ello, extrañaría no poco que no se pusiese correctivo a lo afirmado por V. E, en aquella solemne ocasión.

Felicitábase V. E. una y otra vez por ver a un miembro de la unión católica formando parte del actual Gabinete, y prestando a éste su apoyo otros varios individuos de la misma asociación.

Hasta aquí nada hay de particular, porque además de que está V. E. en su derecho para alegrarse y felicitarse por lo que crea conveniente, podrían explicarse estas palabras como arma política que vuecencia, maestro en estas lides parlamentarias, creyera oportuno emplear. Tampoco rompería mi silencio si V. E. se hubiese limitado a decir que la unión católica ha sido bendecida y aprobada por casi todos los Obispos españoles, pues tratándose de una asociación buena en sí misma, limitada, según prometió, a trabajar en pro de la Iglesia católica, a promover todas las obras de celo, y puesta incondicionalmente bajo la autoridad del Papa y de los Obispos para ayudarlos en toda empresa católica, nada tiene de extraño, antes es la cosa más natural y puesta en razón, que los Prelados aprobasen y bendijesen en su origen a la unión católica.

Bajo las bases dichas, y excluyendo de la asociación todo pensamiento político, los Prelados la bendijeron, y yo fui de los primeros en hacerlo, por hallarme accidentalmente en Madrid en los días mismos en que se formó la unión católica.

Siendo ésta lo que debe ser, y lo que sus bases y después su reglamento clara y terminantemente dice, esto es, asociación religiosa, y en ninguna manera política, gobernada y dirigida además por los Obispos, la tal asociación no podría menos de dar excelentes resultados, pues es innegable que para el triunfo de la verdad y confusión de todos los enemigos de la Iglesia, lo que hace falta es la unión de todos los verdaderos católicos que defiendan y proclamen en alta voz los principios salvadores de la Iglesia en toda su fuerza, sin aflojar un punto, sin esperar nada del mundo y sin otro temor que el de desagradar a Dios Nuestro Señor.

Pero aquí entra lo grave del discurso de vuecencia, porque dice que esa agrupación (la unión católica) se ha dejado alguna lana en las zarzas, o sea la unidad católica y todas sus consecuencias; y la cosa es grave, dice V. E. con muchísima razón, porque la libertad religiosa con todas sus consecuencias es la base de todas las libertades. [2289]

Gravísimo es este cargo dirigido por V. E. a los Sres. Diputados miembros de la unión católica, y no puedo menos de creer que se habrían levantado como un solo hombre para protestar enérgicamente contra tan rotunda y explícita afirmación."

¡Qué amargo desengaño habrá sufrido aquel ilustre Prelado al ver que, en efecto, ninguno se levantó!

"Son todos muy capaces de hablar, y distínguense no pocos por su elocuencia, y por eso les es fácil responder de una manera digna a las elocuentes palabras de V. E.; seguramente lo harán, atendida su historia y sus promesas, como miembros de una asociación que tiene por base principal defender y aceptar íntegramente las enseñanzas y doctrinas de la Iglesia, tales como aparecen más especialmente consignadas en la Encíclica Quanta cura, y en el Syllabus que le acompaña, entendido, explicado y aplicado como lo entienden, explican y aplican la Santa Sede y los Obispos? (Base segunda de la unión católica).

En efecto, los individuos de la unión católica tienen mucha elocuencia, como dice el Sr. Arzobispo de Burgos; tienen hermosísima palabra; pero la palabra se les ha atravesado en la garganta, la elocuencia no aparece, y están mudos.

"Y como si todo lo dicho no fuese bastante grave, V. E. termina la parte de su discurso relativa a este asunto con las siguientes gravísimas palabras, que me ponen en el deber de escribir la presente carta: "debo felicitarme, señores, y me felicito de que al fin y al cabo la unión católica haya venido a refundirse en el partido conservador y haya venido con su importancia, con sus respetabilísimos Obispos y Arzobispos, a reconocer que la unidad católica, y sobre todo la intolerancia religiosa, es una antigualla digna de ser conservada muy cuidadosamente en los museos de la historia, pero incompatible con el bienestar y la prosperidad de los pueblos".

"No comprendo, Excmo. Sr., para qué vuecencia ha querido mezclar en este asunto los nombres de los Prelados españoles con los de otras personas que vuecencia supone han renunciado a sus ideales respecto a la unidad católica; tal vez V. E. no se propuso ofender a los Obispos, sino obligar con tan terrible argumento a los miembros de la unión católica que se sientan en el Congreso, a que hablasen claro y protestasen contra las afirmaciones de V. E., haciendo sobre el punto concreto de la unidad católica pública profesión de fe, como parece que el caso lo exigía. Mas sea de esto lo que quiera, y ya que en el Congreso nadie se levantó a defender nuestro honor episcopal, los dignísimos Prelados de esta provincia eclesiástica, que expresamente me autorizan para ello, y yo el menor de todos, nos creemos obligados por conciencia y por honor a rechazar con energía tan grave e infundada acusación."

Después, porque no quiero molestar más a la Cámara con la lectura, concluye rechazando la idea de que la religión es incompatible con los progresos de la civilización, y firma:

"Autorizado por los Sres. Obispos de Palencia, Vitoria, Calahorra, Santander y el Vicario capitular de León. -Saturnino, Arzobispo de Burgos".

Yo voy a leer algunos párrafos de una carta mía, para que veáis de qué manera tratamos nosotros, los que no pertenecemos a la unión católica, a los señores Obispos y Arzobispos. Después de las fórmulas corrientes de cortesía, decía:

"No me extraña, antes por el contrario, veo como la cosa más natural y puesta en razón, que V. E. y los dignísimos Prelados que en este caso debidamente representa, protesten enérgicamente contra algunas de las aseveraciones contenidas en el discurso que tuve la honra de pronunciar en el Congreso de Diputados el día 9 de julio de este año, y que V. E. tuvo la bondad de leer. A ello les obligan sin duda las arraigadas convicciones de su conciencia, los deberes inexcusables de su elevado cargo, y hasta las necesidades ineludibles de su sacratísima misión.

"Es más: cuando yo pronunciaba en el Congreso las palabras a que V. E. en su carta se refiere, estaba seguro de que los Obispos españoles las juzgarían y combatirían como V. E. y los Prelados que representa las han juzgan y combaten; tan lejos estaba, pues, de mi ánimo inferir con ellas ofensa ninguna a los Obispos y Arzobispos españoles, cuyas opiniones en este punto no sólo respeto, sino que aplaudo, porque si siempre he entendido que los jefes de la Iglesia están en el deber, como todos los españoles, de respetar y de cumplir las leyes del Reino, cualesquiera que ellas sean , nunca he pretendido que debían ayudar y contribuir a la elaboración de aquellas que en su conciencia honrada creyeran atentatoria, en mucho o en poco a la integridad de sentimientos, creencias y doctrinas que, por su sagrado ministerio, están obligados a enseñar y mantener.

"Pero no era esta la cuestión, Excmo. Sr. Se trataba de una asociación, la unión católica, que aunque con carácter exclusivamente religioso, según los propósitos y deseos de los Obispos y Arzobispos que la aprobaron y bendijeron, influye, sin duda a su pesar, y no puede menos de influir grandemente en la organización de los partidos políticos de nuestro país y en la marcha, desenvolvimiento y dirección de la política española; y al ver a un miembro importante de aquella asociación formando parte del Ministerio y aceptando por consiguiente, previo juramento, la Constitución del Estado, no ya para respetarla y cumplirla, que ese es deber de todo ciudadano, sino para obligar a respetarla y cumplirla a todos los demás, que es el deber de los Gobiernos, creí yo que debían darse explicaciones terminantes sobre los fines a que se encaminaban los que, saliendo de la unión católica con su intolerancia religiosa, venían a formar parte de un Gabinete que tiene el deber de proclamar y mantener la libertad de conciencia, tal y como la consigna nuestra ley fundamental, sin distingos, nebulosidades ni anfibologías.

"Éste y no otro era el alcance de las palabras de mi discurso, que V. E, tan enérgicamente combate, dentro indudablemente de su perfecto derecho, y también ¿por qué no he de decirlo? en cumplimiento de su deber; y si mi objeto entonces se malogró, en el Congreso no se oyeron las debidas explicaciones, ahora aparecen oportunamente con bastante claridad en la carta de V. E. a que tengo el honor de contestar, aun haciendo caso omiso de lo mucho y muy interesante que entre sus renglones se descubre".

Después me he comprometido ha ayudarle en el deseo de que la unión católica rompa el silencio, bien por medio de alguno de los individuos que aquí la representan, bien por medio del Sr. Ministro de Fomento, si es que todavía puede representarla, para saber si estos señores defienden aún la intolerancia religiosa. (El Sr. Ministro de Fomento: Siete veces se lo he dicho [2290] a S.S.) ¡Pero si no es eso; si es que los Obispos y Arzobispos desean que S.S. defienda la unidad católica como está comprometido a defenderla! (Rumores). ¿Dónde cree el Sr. Ministro de Fomento que está la unión católica, en ese banco, o en la unión bendita por los Prelados? ¿En la Constitución del Estado, o en el Syllabus? Porque el Syllabus es la base de la unión católica. (Rumores. -El Sr. Ministro de Fomento: Lo que condena el Syllabus no es la unión católica, sino la masonería y los que pertenecen a ella. -Risas; rumores prolongados). Eso no hace al caso. ¿Es decir que la unión católica ha desaparecido para sus adeptos y para el Sr. Ministro de Fomento? (Nuevos rumores). ¡Si yo me congratulo ahora de eso, si yo me congratulaba también en julio de eso, y por esto he leído la carta del Arzobispo de Burgos. Pero es preciso que lo sepamos; necesita saberlo el ilustre Prelado que está en el error de creer que SS. SS. van a defender la unidad católica como tienen el deber de hacerlo; y es necesario que le Sr. Ministro de Fomento les diga que la quiere defender, porque a eso le obliga el reglamento de la asociación. Porque yo tengo otra carta del Sr. Arzobispo de Burgos, a la cual debo contestación, y esperaba ver lo que hacía la unión católica por mis excitaciones en ayuda del deseo de los Sres. Arzobispos y Obispos, para contestarles, y por esto insisto en preguntar a su señoría, para luego poderles dar traslado de su contestación. ¿Su señoría acepta y defiende el art. 11 de la Constitución? ¿Sí, o no? (El Sr. Ministro de Fomento: En siete Diarios de Sesiones tiene S.S. contestación, por activa, por pasiva y de todas maneras). Pero, señor Ministro de Fomento, no corresponde S.S. al cariño que le profeso. Le profeso singular cariño, hasta el punto? (El Sr. Ministro de la Gobernación: Este es otro examen aquí, a los que estamos de este lado). Sí, cariño, que si S.S. me pidiera a mí favor tan pequeño como es un dato que necesito, cuando me lo podía facilitar con una palabra, en lugar de darme el trabajo de buscar en tantos Diarios, yo no le negaría a su señoría ese favor. (El Sr. Ministro de Fomento: No lo niego; cuando S.S. acabe se lo diré; no voy ahora a interrumpir). Si esto no necesita discusión; con cuatro palabras está dicho. (Fuertes rumores; risas). Si yo preguntara a S.S.: ¿acepta S.S. la Monarquía de D. Alfonso XII? ¿No me contestaría S.S. en el acto? (El Sr. Ministro de Fomento: No contestaría a señoría porque no quiero contestar equívocos; quiero dar contestaciones concretas. -Rumores). No hay que hacerse ilusiones; así no se puede continuar: cuando sobre un asunto tan importante como este artículo constitucional, un Ministro no puede dar una contestación terminante, no debe continuar en ese banco. (Rumores; risas).

En eso no caben dudas, ni caben explicaciones, ni caben equívocos, y por eso yo pido que el Sr. Ministro de Fomento me conteste de una manera terminante. Yo declaro que el Ministro que sobre un punto constitucional cualquiera, pero sobre todo sobre un punto constitucional tan importante como el art. 11 de la Constitución, no contesta, está condenado para siempre, porque no caben vacilaciones ni dudas, absolutamente ninguna; es necesario decir sí o no. (El Sr. Ministro de Fomento: Cuando lo mande el Reglamento). Señor Ministro de Fomento, estamos aquí perdiendo un tiempo precioso que pudiéramos ahorrar con pronunciar S.S. un monosílabo. (El Sr. Ministro de Fomento: No quiero dar a S.S. ese gusto). Pero conste también que el grito dado por un individuo de esa mayoría, individuo de los más autorizados, es el grito de esa mayoría, es la protesta contra el silencio de S.S. (Aplausos).

Y no quiero decir nada de la cuestión de Italia, porque entiendo que debe ser tratada por separado; pero yo no puedo menos de decir, y mucho más después de haber oído al Sr. Ministro de Fomento que aceptaba por completo la última fórmula empleada por el Sr. Presidente del Consejo para explicar las relaciones del pueblo español con el pueblo italiano y con el Pontificado, que es la fórmula más desagradable que ha usado hombre alguno de Estado, aun incluyendo los hombres de Estado de las Naciones no católicas, tratándose del delicado asunto del poder temporal del Papa. Así no es de extrañar que la hayan oído con alarma y que la recuerden con disgusto muchos importantes personajes del partido conservador; y menos de extrañar es todavía que, según noticias que tengo por fidedignas, haya causado amarguras infinitas en el alma del Padre Santo, que no acierta a conciliar aquella fórmula, para él desabrida, con los testimonios, con los sentimientos personalmente expresados hace poco tiempo por uno de los Ministros que se sientan en ese banco.

Poco he de decir de la declaración terminante del Sr. Pidal de hallarse conforme con las manifestaciones hechas por el Sr. Ministro de Estado al Gobierno italiano, de las cuales se deduce que ya el Sr. Pidal piensa que el poder temporal del Papa no se discute hoy en España, que aquí ni directa ni indirectamente es objeto de debates. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Eso no lo ha dicho nadie). Eso lo ha dicho el Sr. Ministro de Estado. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: No es exacto). ¿No es exacto? Tengo aquí la Gaceta oficial de Italia, y la Gaceta oficial de Italia dice entre otras cosas lo siguiente: "Las comunicaciones cambiadas con el Ministro de Estado dieron por resultado las siguientes precisas declaraciones de este último (es decir, del Ministro de Estado español), que se hicieron constar en documento convenido y entregado en 16 de julio por el Ministro de Estado de España la Ministro de S. M.".

Pues en ese documento convenido y entregado por el Ministro de Estado de España al Ministro de S. M. el Rey de Italia, se dice lo siguiente:

"Que por la lectura del Diario de Sesiones, único texto oficial (entonces todavía no publicado), el Gobierno italiano podría convencerse de lo que había realmente sucedido; a saber: que habiéndose dirigido ciertos ataques al Ministro de Fomento por haber defendido en otro tiempo el poder temporal que hoy nadie discute, y que ni directa ni indirectamente es objeto de debate en España?" ¿Es esto exacto, Sr. Cánovas?

El Ministro de Estado español, en documento convenido y entregado en 16 de julio, dice al Ministro de Negocios extranjeros de Italia que el poder temporal, que hoy nadie discute, ni directa ni indirectamente es objeto de debate en España. Como el señor Pidal ha dicho que acepta todas las explicaciones dadas por el Sr. Ministro de Estado, resulta que para el Sr. Pidal, como para los demás señores de la unión católica, ya no se discute en España para esto; nadie piensa ya en España en el poder temporal.

Yo no quiero seguir hablando de esto, porque tengo [2291] miedo a una complicación por parte de ese Gobierno, el cual es tan desgraciado, que no pone mano en cosa alguna que no se le malogre. Pero no es extraño que le ocurra esto. ¿No veis que le falta la primera de las virtudes de todo Gobierno? ¿Sabéis cuál es la primera de las virtudes de todo Gobierno? Pues es la prudencia; y a este Gobierno le ha faltado la prudencia hasta en la misma constitución del Ministerio; le faltó la prudencia después en la cuestión electoral; le faltó en la cuestión sanitaria; le ha faltado en la cuestión con Italia y en la cuestión universitaria en todo su conjunto, en todos sus detalles y en todas sus derivaciones; le ha faltado y le falta en los debates parlamentarios; le falta en todo, y a la falta de esa prudencia se debe que no haya cuestión que pase por sus manos que no se convierta en un conflicto, ni en un asunto, por sencillo que sea, del cual no surja una complicación.

(El Presidente le pide que termine con su intervención).

Estaba diciendo que al Gobierno le falta la prudencia en todo, y de aquí las complicaciones que a su camino salen. Con cualquiera de las muchas complicaciones que por su falta de prudencia se crea el Gobierno, hubiera bastado para la salida del poder de un Gabinete liberal; pero este Misterio, sin embargo, continúa aferrado a su puesto. Tanto peor para él. La enfermedad no tiene más remedio que la amputación, y las vacilaciones no hacen más que agravar el mal.

Que el Sr. Pidal se haga conservador completamente, olvidando todos sus compromisos, o que no se haga conservador más que per accidens, el Sr. Pidal no puede continuar en ese Ministerio; que el Sr. Pidal se haga conservador abandonando todos sus antiguos ideales, defraudando las esperanzas de la unión católica que tan generosamente le otorga su confianza, no se haga ilusiones el Sr. Pidal, S.S. no inspirará confianza al antiguo partido conservador, y será causa perenne de recelo y de dudas entre sus antiguos amigos, y de perturbación constante entre los conservadores. ¿Es que el Sr. Pidal se hace conservador, pero queriendo guardar sus antiguos principios, sus antiguos propósitos? ¡Ah señores! La presencia del Sr. Pidal en ese Ministerio es de todo punto imposible; porque cada paso que da, cada palabra que pronuncia, cada acto que realiza, es un conflicto; y a cada conflicto que surja de las palabras y de los actos de S.S., volverá a renacer la confusión de ese Gobierno, y el Ministro de Fomento volverá a contradecirse, y el Sr. Presidente del Consejo de Ministros volverá a contradecir al Sr. Ministro de Fomento y al Ministro de Ultramar; y el Ministro de la Gobernación acometerá de nuevo al de Gracia y Justicia; y el de Gracia y Justicia otra vez al de la Gobernación y también al de Estado, que no acometerá a ninguno de sus compañeros, porque bastante tiene que hacer con explicar unas veces a Italia y otras veces al Vaticano las equivocaciones del Sr. Pidal; el Ministro de Guerra, como todos los demás Ministros, atacará al de Hacienda; y el Ministro de Hacienda atacará a todos los Ministros, menos al de Guerra y Marina, que no sabiendo lo que les pasa en semejante confusión, no atacará a nadie ni serán por nadie atacado; y el Ministerio será una verdadera torre de Babel, en la cual no se entenderá nadie; y la mayoría andará dispersa, errante y sin destino, asombrada de tal diversidad de lenguas, en justo castigo de su inadvertencia.

De manera, Sres. Diputados, que ese Ministerio no puede continuar con el Sr. Pidal. Pero ¡ah! menos puede continuar sin él. Por eso, con un egoísmo cruel, retienen a S.S. ahí, porque S.S. puede alargar algunos días más la vida del Ministerio, y le tienen sus compañeros agarrado, y le tienen sometido, obligándole a hacer sacrificios, que, créalos, no los harían ellos por S.S. Y la cosa no puede ser más sencilla: el señor Pidal ha sido, hasta ahora, el alma de ese Ministerio; el Sr. Pidal ha sido, y lo es, no se puede negar, el encanto de esa mayoría, es el Ministro que lo ha dado tono, colorido y carácter. Las palabras, los actos, las cuestiones y hasta las complicaciones que caracterizan al Gobierno, al Sr. Pidal le son debidas, hasta el punto de que el Ministerio el llamado, no con el nombre del Sr. Cánovas, sino con el nombre de Ministerio Cánovas-Pidal; ¿y saben los Sres. Diputados por qué no se le llama Ministerio Pidal-Cánovas? Por consideración debida a la jerarquía, y no a la edad, porque el Sr. Presidente del Consejo de Ministros todavía conserva los aires y hasta los impulsos de la juventud. (Risas).

Pues bien; cuando un Ministro semejante sale de un Ministerio, el Ministerio queda herido de muerte; de manera que ni con el Sr. Pidal ni sin el Sr. Pidal puede vivir, puede continuar ese Ministerio; con el Sr. Pidal, porque le mata; sin el Sr. Pidal, porque se muere.

Parece que se ha escrito para ese Ministerio y para el Sr. Pidal aquel cantar popular de

Ni contigo ni sin ti

Tienen mis males remedio? (Risas).

Estáis completamente condenados a pasar vuestra corta existencia ministerial estrictamente unidos, más estrictamente que lo que consiste el mutuo afecto que os tenéis y la recíproca confianza que os dispensáis; y con la amargura de presenciar uno y otro día en el Congreso y en el Senado y en la prensa, cómo se levantan protestas contra vuestra conducta, entre vuestros propios amigos, entre vuestros amigos más íntimos, más antiguos y consecuentes, y a ver cómo se dispersan y se diseminan por la izquierda, por la derecha y por todas partes vuestras huestes.

¡Ah! Si en mi corazón cupiera la satisfacción de la venganza, ¡qué grande la sentiría en este momento! El Sr. Presidente del Consejo de Ministros, con una política de travesuras impropia de un hombre que está a punto de quedar completamente inutilizado. El Sr. Presidente del Consejo de Ministros, por medio de la intriga y de la cizaña, impropias de un jefe de partido, y más impropias todavía del jefe de un partido conservador, pretendió diseminar mis fuerzas, [2292] y las suyas, y no las mías, sino las que están ya rotas y maltrechas. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Que hablen los Sres. Martos y López Domínguez). Todavía se está gozando de su obra; no se arrepiente; por eso la expiación será mayor. El Sr. Presidente del Consejo de Ministros, por medio de la hipocresía y soplando disidencias, intentó incendiar nuestro campo, y el suyo, y no el nuestro, es el que está a punto de arder por los cuatro vientos. (El Sr. Linares Rivas: No es exacto. -Rumores en todos los lados de la Cámara. -El Sr. Ministro de Fomento: Diríjase S.S. a ese Obispo). No tengo noticias que todavía sea Obispo el Sr. Linares Rivas, como lo ha sido S.S., aunque laico; pero el Sr. Linares Rivas ha entendido mal, porque yo he dicho que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros intentó encender el fuego en nuestro campo, y que el suyo era el que estaba a punto de arder por los cuatro costados.

Señor Presidente del Consejo de Ministros, estoy vengado; porque si estoy vengado, no estoy del todo satisfecho, porque no cabe en mi pecho la satisfacción de la venganza, y porque a mí no me halaga el mal de mis adversarios; porque si un día pueden ser obstáculo pasajero a las aspiraciones de mis amigos, otro día pueden ser una necesidad para el bien de mi país, y yo, entre mis amigos y mi país, no he dudado jamás en la elección, y porque si quiero y procuro y he procurado siempre un gran partido liberal con dilatados horizontes; un gran partido liberal en el cual tengan cabida todos los liberales, vengan de donde vinieren, vengan de la derecha, vengan de la izquierda, vengan de la democracia, vengan de la libertad, con tal de que vengan a la Monarquía; un partido liberal grande que se proponga realizar con perseverante y enérgica constancia, pero sin impaciencias ni apresuramientos impropios de los grandes partidos que tiene conciencia de su valer, no sólo con reformas liberales, que esas ya estarían de todo punto realizadas si el partido liberal hubiera estado en el poder la mitad del tiempo que lleva el partido conservador, sino también todas las aspiraciones democráticas que exige el progreso de los tiempos; un partido en el cual quepan, sí, todas las aspiraciones, así liberales como democráticas, que sean compatibles con los intereses monárquicos y dinásticos que estamos obligados a defender; un partido, en fin, que esté resuelto a llevar al cumplimiento de las leyes y a los procedimientos de gobierno aquella sinceridad sin la cual no hay justicia, ni garantías, ni derechos, ni libertad, ni nada más que una mixtificación incompatible con toda institución verdaderamente constitucional y representativa, e indigna de todo pueblo civilizado; si quiero un partido liberal grande y con estas condiciones, no lo quiero solo, palmera arrogante y soberbia en medio de campo desierto y esterilizado por la cizaña; lo quiero enfrente de otro partido que lo tenga en guardia, le haga competencia y le sirva de contrapeso; lo quiero enfrente de un partido conservador robusto, fuerte y unido, que se ocupe en su organización, en vez de ocuparse en la organización de los demás, y que se cuide del arreglo de su casa, en vez de meterse en la casa ajena. Quiero esto, porque no quiero un política pequeña de egoísmos para mí y para mis amigos, no; yo quiero una política grande, y aunque aspiro legítimamente y con indiscutible derecho a que mi partido la practique en el poder, ni aun para mi partido la quiero, porque yo no hago política más que para el Rey, para la libertad y para la Patria. (Aplausos en las minorías). [2293]

(Toma la palabra el Sr. Ministro de la Gobernación).



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